El «prójimo», el
más cercano a Cristo, es el más alejado. El Señor nos hace
advertir, en el marco inequívoco
que nos proporciona del juicio final (Mt 25), que detrás de este
«alejado» que tiene hambre y sed, que está desnudo, enfermo,
prisionero, es a él a quien encontramos, escondido a pesar de ser
alcanzable, sin ser notado a pesar de ser experimentado en verdad.
Ahora bien, cuando el Señor vino a buscar a los hombres, a amarlos,
cuando dio la vida para volver a llevarlos a casa, el prójimo no era
a buen seguro para él sólo un alma perdida, un hombre entre tantos.
El amor no puede amar más que el
amor. El amor de Dios, que invade todo el mundo y pasa por todos los
extravíos, no puede amar más que a Dios. Cuando el Hijo pasa del
Padre al mundo para ir a buscar a su enemigo y
llevarle el amor del que éste carece, debe ver, a través de él, en
él, a Dios: debe ver al Padre, que ha creado a este hombre, lo ha
formado a su imagen y semejanza, le ha amado, llamado y marcado con
una marca indeleble: la señal de la pertenencia al Hijo, al Verbo, a
la redención y a la Iglesia [...].
La exigencia de que
el amor no se detenga en el hombre, aunque sea en el más miserable,
el más necesitado de amor, es lo que distingue el amor cristiano de
todo tipo de humanitarismo puramente terreno. Es un amor dirigido a
Dios a través del hermano: Dios en sí mismo y Dios para nosotros en
Cristo y en la Iglesia. Y no puede ser más que así, porque el amor
divino, el amor que viene de Dios, es infinito, y por eso debe
extenderse hasta el mismo Dios [...]. Al amor cristiano no se le pide
ciertamente descubrir a Cristo, como en una especie de juego del
escondite, «detrás» del hermano extranjero que «representaría»a Cristo, o incluso
que ame a Cristo «en el puesto» del hermano, de modo que se
instaure entre ambos un oscuro mecanismo de sustitución. Basta con
que el cristiano ame a su hermano junto con Cristo: así lo
amará con referencia al Padre (H. U. von Balthasar, El problema
de Dios en el hombre actual, Ediciones Cristiandad, Madrid
1966]).