miércoles, 2 de enero de 2013

TÚ, ¿QUIÉN ERES?


La contemplación del misterio navideño nos lleva a esa pregunta, tantas veces relegada y que es bidireccional, recíproca: Tú, Jesús, ¿quién eres? Y yo, ¿quién soy?. El evangelio de hoy (Jn 1, 19-27) nos la vuelve a recordar, para mostrarnos, sobre todo, lo que no debemos hacer.
Y es que ésta es LA PREGUNTA por autonomasia, la piedra donde los seres humanos tropezamos, llevados cada uno por su propia “causa” (pecado, en lenguaje religioso).
La pregunta  no espera, como el oráculo de Delfos, una revelación de nuestro intelecto, sino una respuesta existencial que afecte a nuestra vida.
Tenemos dos caminos: la negación -en sus múltiples formas y, de la que la figura de los fariseos es una- que nos lleva a la hipocresía rebelde, y la aceptación, que nos lleva a la integración gozosa.
Es muy fácil, llevados por la arrogancia procaz de la adolescencia hacérsela a Dios, pero volver la espalda, indolentemente, con cobardía manifiesta, cuando nos la hacemos a nosotros mismos.
Si los “padres de la muerte de Dios” y los que los siguen, hubieran esperado a tener una respuesta, se les hubiera caído la cara de vergüenza, sólo con pensar la posibilidad.
E. Kant -más inteligente y humilde- nos había propuesto (sobre todo a los que tienen la pretensión de la ciencia) responder, primeramente a otras tres: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?
No tener respuestas no nos da el derecho a eliminar LA PREGUNTA, como si no existiera o fuese indiferente. Porque, ¿podemos tener VIDA -no cualquier sucedáneo a los que somos tan aficionados- sin hacérnosla?

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