La contemplación del misterio navideño nos
lleva a esa pregunta, tantas veces relegada y que es bidireccional, recíproca:
Tú, Jesús, ¿quién eres? Y yo, ¿quién soy?. El evangelio de hoy
(Jn 1, 19-27) nos la vuelve a recordar, para mostrarnos, sobre todo, lo que no
debemos hacer.
Y es que ésta es LA PREGUNTA por
autonomasia, la piedra donde los seres humanos tropezamos, llevados
cada uno por su propia “causa” (pecado, en lenguaje religioso).
La pregunta no espera, como el oráculo de
Delfos, una revelación de nuestro intelecto, sino una
respuesta existencial que afecte a nuestra vida.
Tenemos dos caminos: la negación -en
sus múltiples formas y, de la que la figura de los fariseos es una-
que nos lleva a la hipocresía rebelde, y la aceptación, que nos
lleva a la integración gozosa.
Es muy fácil, llevados por la
arrogancia procaz de la adolescencia hacérsela a Dios, pero volver
la espalda, indolentemente, con cobardía manifiesta, cuando nos la hacemos a nosotros mismos.
Si los “padres de la muerte de Dios”
y los que los siguen, hubieran esperado a tener una respuesta, se les
hubiera caído la cara de vergüenza, sólo con pensar la posibilidad.
E. Kant -más inteligente
y humilde- nos había propuesto (sobre todo a los que tienen la
pretensión de la ciencia) responder, primeramente a otras tres: ¿Qué
puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?
No tener respuestas no nos da el
derecho a eliminar LA PREGUNTA, como si no existiera o fuese indiferente. Porque, ¿podemos tener VIDA -no cualquier
sucedáneo a los que somos tan aficionados- sin hacérnosla?
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