En este período
pascual, con la resurrección de Cristo nos viene asociada la imagen
de la salvación. Resugir, renacer representan significados vacíos
que llevamos colgados como vulgares fetiches.
Para alguien que ha
creado su imaginario de salvación en su niñez con la imagen del
puente de diez ojos derrumbándose, resulta difícil recrear otro
imaginario más acorde con la que propone el Cristo resucitado, sin
un esfuerzo adiccional por eliminar las formaciones reactivas.
Es muy curioso
comprobar que gentes no creyentes tienen imaginarios de salvación
mucho más sociales -englobantes- que gentes que se identifican como
católicas, que tiene sus imaginarios mucho más individuales y
sectarios... y eso para los que han
conseguido liberarse del pensamiento mágico, ¡que va ganando por
goleada!
Sin entrar en otras
profundidades escatológicas podemos afirmar, con el evangelio en la
mano, que la Resurrección de Jesús le devolvió a la Vida del
Padre. Por eso el apóstol Pablo insiste tanto en ser injertados,
insertados, adheridos a esa Vida. Esa Vida que no pasa, sin límite,
de plenitud, de gozo...
Y, parece, que ese
injerto tiene que buscarse, prepararse y ejecutarse en medio de toda
esta vorágine de preocupaciones, afanes, ilusiones, dolores y
estigmas que nos envuelven y mediatizan en el hoy vital en el que
somos y existimos.
Hay muchas salvaciones
y modelos de salvación. La cristiana es única y verdadera.
Injertados en la
resurrección de Jesucristo, que da su verdadero sentido a la Hermana
Muerte, tiendan con serenidad al encuentro definitivo con el Padre.
(Regla OFS, 19c)
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