Intentar explicar la
Resurrección a los sujetos de este mundo líquido se ha convertido
en una hazaña casi imposible de superar. Tanto desde la parte activa
como de la pasiva.
La segunda parte “sicut
dixit” también plantea no pocas objeciones.
Afortunadamente no
estamos llamados a explicar la Resurrección sino a ser TESTIGOS de
ella. Éste es el verdadero reto que tenemos los cristianos. Y ser
testigos significa que podemos testimoniar “lo que hemos visto y
oído”, cosa harto difícil de probar ante un in-creyente. Ni
siquiera si aclaramos que los ojos y oídos de los que hablamos son
de naturaleza espiritual. Ya la mismas Escrituras nos advierten que
“nadie ha visto a Dios”(1Jn 4,12).
Queremos y podemos
seguir afirmando que “el corazón tiene razones que la mente
ignora” como explicó B. Pascal con elegancia y sin sombras.
Son esos “ojos” los
que año tras año son convocados a la experiencia de Cristo
Resucitado.
Desde que Descartes
afianzó el postulado, iniciado en los filósofos griegos, de la
duda como método del conocimiento, pasando por el retorcimiento al
que le sometieron los maestros de la sospecha, la Verdad ha sido
puesta en entredicho. La duda se ha convertido en el descorchador
oficial de mucha mentes. Lástima que no se atreven a descorchar la
botella y se entretienen en sofisticados discursos y eruditas
disquisiciones sobre los datos de la etiqueta, pero sin atreverse a probar su
contenido.
Los cristianos buscamos
no solo catar su contenido sino aspiramos a ser transformados por él.
Es esta TRANSFORMACIÓN
vital y radical de cada persona, la que se convierte en GARANTÍA Y
TESTIMONIO de esa experiencia que solo es verificable en la fe. Esta
es la convocatoria que cada año nos renueva el CRISTO RESUCITADO que
celebramos.
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